Pocas razones para el optimismo

 Mirando el presente hay pocas razones para el optimismo. La infamia se retransmite a diario casi en directo. Delante de las cámaras entra Trump en escena, mostrando arrogante la carpetita de su depravación. Cada vez que sale con esa carpeta azul con sus decretos, exhibiéndola, o escupe provocadoras necedades a las cámaras, tiembla la tierra y el futuro de nuestra descendencia. Teatralización esperpéntica, pero de efectos inmediatos: Mirad cómo corren los gobernantes europeos para endeudarse hasta las cejas para comprar armas. Armas en vez de educación, sanidad y vivienda. En vez de diálogo y diplomacia, armas. Armas que nos venderá el propio Trump, directamente o a través de terceros. Al final no hacemos otra cosa que obedecer las órdenes de una mala persona. Nos armaremos hasta los dientes, con un polvorín planetario, hasta que por la decisión de algunos de los muchos necios que se aúpan al poder explote de una maldita vez. ¡Con qué facilidad se aumenta el gasto en armas y cuántas dificultades para unas migajas contra los más vulnerables! Ayer éramos la Europa verde, hoy la Europa caqui. ¡Qué miserables! Cuando llevan año y medio contemplando un genocidio en directo contra Gaza sin mover un dedo. Cuando aumenta el horror, crece su silencio. Sólo gritan para asustarnos, para manipularnos, para sembrar inseguridad y miedo. Dan ganas de llorar y ganas de vomitar, pues hay que tener el corazón muy negro, muy podrido, para hacer lo que éstos sociópatas están haciendo. Ganas de llorar al ver que cada vez más gente ha decidido que el futuro del mundo dependa de necios, de su fuerza bruta. Del salvajismo y la cachiporra. Del dinero y la bravuconería. Su mensaje es directamente genocida y solo ofrece petróleo y cemento, humo negro, hormigón y armas. Dicen que las ballenas, entre cantos lastimeros, cada vez se sumergen más en las profundidades abisales donde viven los peces ciegos. Quizás para no ver más. Para dejar de ver. Para dejar de escuchar.