lunes, 7 de julio de 2025

Ciudad e infancia.

 Hablando con cualquier persona mayor de 50 años sobre su infancia, seguramente en sus relatos emerja un escenario común: en ella la calle era el lugar donde transcurría gran parte de su tiempo libre. Hoy, sin embargo, los juegos infantiles brillan por su ausencia y la calle se ha convertido en un lugar de paso para los pequeños. A veces, incluso, en un lugar poco recomendable. No es sorprendente, y ello tiene que ver con múltiples causas entre las que no tienen poco peso los miedos. ¿Si hay adultos dispuestos a convertir su casa en un búnker a base de puertas blindadas, cerraduras inteligentes, cámaras de vigilancia y complejos sistemas de alarma, cómo van a pensar que la calle puede ser un sitio seguro para sus hijos? Así, ver a una niña o a un niño solos en el espacio público resulta una anomalía, casi un motivo de denuncia. Pero es que, además, para este puñetero sistema su presencia en la calle se vuelve, en muchos casos, molesta: se impide su acceso a restaurantes y hoteles, se les prohíbe jugar a la pelota en las plazas y su simple presencia -solos- en un comercio resulta "sospechosa". La ciudad está pensada, cada vez más, para consumidores y los niños no lo son de manera directa. ¿Cómo se convirtieron las calles en espacios hostiles para la infancia? Todo apunta a un modelo urbano que excluye a la infancia. Ciudades diseñadas para que circule con facilidad y velocidad el vehículo privado, que arrinconan los espacios peatonales o los reserva al exclusivo uso comercial, que reduce los espacios de juego, circunscritos a parques y poco más, donde los niños tienen que compartir o competir por el espacio con los perros. Mientras, metro a metro, el espacio peatonal es colonizado por las terrazas que ya lo ocupan y acotan a perpetuidad. A esto se añade, en los barrios más deprimidos, un deterioro del espacio público que genera lugares atravesados por la violencia y la desigualdad. La invisibilización de la infancia en el espacio público sucede a la vez que se construye una narrativa tan idílica como cínica sobre el mundo infantil. Pero este relato tiene una cara sombría e inhumana, que oculta la voluntad de excluir a cierta infancia: aquella que proviene de los sectores más empobrecidos. Se trata, generalmente, de adolescentes y migrantes racializados, que son rechazados de plano. Recordemos el pánico moral que se ha creado alrededor de los “menas”, que llevó a Vox a pedir que se les prohibiese sentarse en las paradas de autobús en un barrio de Madrid. Es la criminalización de la infancia pobre. Para algunos el lugar donde debe estar la infancia es el hogar, el espacio privado, la fortaleza frente al miedo y el lugar más seguro para adoctrinar a voluntad.

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