martes, 11 de marzo de 2025

Todo se compra, todo se vende

La gran desgracia de este mundo en este momento es que todo lo que vemos, todo lo que sucede, todo lo que tenemos, ansiamos y esperamos está hilvanado por el hilo del mercado. Todo se vende, todo tiene un precio, todo se compra. Todo. Aunque no sea intercambiado por dinero. Hablo de la idea de que todo es consumible y que ese consumo radica en el poder, y que ese poder nace de la voluntad y del ego. Apenas hay rastro de ética ni noción de comunidad en este razonamiento tan descarnado. El problema es que lo que nos hizo y nos hace humanos tiene que ver con la creatividad, con la solidaridad, con la colaboración, con la protección de los más débiles, con el desarrollo espiritual... Ni rastro del materialismo, ni rastro del consumismo. Mucha gente ya no es siquiera capaz de vivir plenamente una experiencia cualquiera, tan sólo la consume. Hasta la más inocente de las vivencias se convierte para muchos en una cáscara hueca porque no tiene un sentido que la integre en la sabiduría humana. Y no hablo de conocimiento, tan consumible también, sino de sabiduría, que comporta profundidad, criterio, entrañamiento, reflexión y discernimiento; experiencia compartida y dialogada, pues somos seres sociales. Pero no hay sabiduría en convertir todo en un objeto que sirve a nuestras necesidades y caprichos. Pero si hasta hay gente capaz de votar a un partido de ultraderecha o explícitamente fascista para consumir su autoritarismo como herramienta para satisfacer privilegios o para castigar -que es otra forma de intercambio utilitarista sin aprendizaje- a lo que le es ajeno. Podemos consumir una ideología para convertirla en el eslogan de una camiseta. Podemos consumir palabras para desfigurarlas: libertad, patria..., o para vaciarlas de contenido: fraternidad, respeto, amor al prójimo... Podemos consumir un planeta, el único planeta; podemos consumir nuestras relaciones personales, familiares o de amistad en redes sociales. Podemos consumirlo todo. Hasta podemos consumir la vida en fuegos fatuos, inalcanzables, porque no tenemos el suficiente dinero para comprar todo aquello que los hace brillar. Pero también podemos elegir no hacerlo. Dejar de acumular trofeos en forma de logros personales, títulos enmarcados, hijos sobreexpuestos, amigos y conocidos en una agenda, selfis en museos, pisos para especular; dejar de alimentar la narración capitalista del estatus para enfocarnos en lo que nos hace humanos. La mejor metáfora de nuestro tiempo es la de gente que invierte dinero en comprar dinero que le hará ganar más dinero. Pero el dinero no puede comprar el tiempo, ni la inteligencia, ni la bondad. Ni la vida.

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