No cabía un tonto más y parió la abuela en forma de crucero. Ahí están, imponentes. Monstruos varados que, como los antiguos trenes de ganado del Far West, vomitan a manadas de turistas que saldrán de estampida en busca de un turismo de consumo rápido, ejerciendo el costumbrismo digital y uniformizando todo lo que tocan. Al compás del estruendo de sus chancletas verás un colorido desfile de modelitos ibicencos, pareos combinados o monos "divinos de la muerte" y tocados de pamela fashion, gorras de Von Dutch, sombreros Panamá y hasta salacots para los que piensan que van a cristianizar salvajes. El tontico del crucero es primo por parte de padre del tontico de hotel de pulserita de Cancún. Es simple como un sonajero y se cree superior por vacacionar en barco pagando a plazos. Le gusta que le froten el lomo, pero es dócil, dúctil y maleable con sus superiores. Su paraíso viene a coincidir con hacer su santa voluntad. Cuando se siente observado se pavonea, posa de perfil y se hace selfies 'super originales" integrándose en el decorado para demostrar que él estuvo allí. A veces porta libritos de literatura barata, con sus diez consejos y su autoayuda de quiosco de estación de autobuses. Al bajar a tierra se creen conquistadores, lo que es una excusa para huir del compromiso, la educación, el respeto y el civismo, valores ignorados por ese turismo bastardo de orígenes anglosajones que nos ha contaminado de ciertas grotescas perversiones. Y así, por ejemplo, aumenta el tipo de turista experto en fotografíar platos de comida, convencido de que comerse un plato de insulsos mejillones en Bruselas es un acto tan cultural como visitar la Capilla Sixtina. ¡Vamos hombre, no me jodas!
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