Dijo Adorno que "escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Quizá sí, pero es necesario seguir escribiendo. Es casi un deber cuando asistimos a un acto de indignidad tras otro, cuando todos los días nos sirven un genocidio, cuando corremos el peligro de bloquearnos tras alguna frase hecha. No podemos, avergonzados, acogernos al silencio, porque eso nos hace cómplices de los verdugos y nos iguala a las otras muchas gentes que se encierran en la indiferencia. Y el mundo sigue dando vueltas, pero parece que con su eje cada vez más inclinado, porque las calles se llenan de cuerpos vivos, pero los suburbios de las ciudades se llenan de zombis y los cadáveres se acumulan entre los escombros de cualquier ciudad bombardeada. Defiendo la necesidad de la palabra ante las infamias de la historia. Hay que narrar una y otra vez la barbarie humana, aunque sólo sea para incomodar la conciencia de los canallas. Tenemos muchos motivos para sentir vergüenza del ser humano. Y hay que gritarlo, hay que ponerle nombre a lo que ocurre, empezando por los laberintos de los sentimientos propios. Esa es la vieja voluntad de la poesía. Hay que mantenerse vivo, aunque sólo sea para poder contar la verdad del crimen, mantener la denuncia y la memoria. La poesía es como esa madre que necesita ponerle nombre a las cosas para negarse al olvido. Simon Wiesenthal, judío superviviente del campo de concentración de Mauthausen, dijo que sobrevivir es un privilegio que conlleva obligaciones. Escribir poesía después de Gaza es una obligación de compromiso con la palabra que quiere seguir poniéndole nombre al dolor, al amor, a las ilusiones y a los miedos de los seres humanos. Necesitamos que la poesía continúe con sus palabras y sus compromisos humanos después de Auschwitz, después de Gaza. Reforcemos el deseo de buscar palabras para contar la vida, esa vida que resiste y sueña.
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