Hasta hace poco un viaje nos llevaba hacia el descanso, la aventura o el descubrimiento. Pero ahora... Los lugares marcados por la tragedia se han convertido en rutas turísticas: campos de concentración, memoriales de guerra, zonas arrasadas por desastres naturales... El “turismo de dolor” no es nuevo, pero hoy se multiplica y adquiere tintes grotescos. Cada catástrofe se convierte, poco después, en un destino visitable, en un punto del mapa donde el horror se transforma en atracción. Visitar determinados lugares es un modo de memoria, de acercarse a lo que duele para no olvidarlo, para reconocer el horror y sostenerlo en la conciencia. Visitar Auschwitz fue para mí una forma de enfrentar de manera directa la magnitud del genocidio, sentir en el propio cuerpo la huella de un crimen contra la humanidad. Lo mismo me ocurrió visitando la Fábrica de Schindler o los cementerios militares en Normandía. Ir allí es un modo de decir “esto ocurrió, y no debe repetirse”. En ese sentido esas visitas son también un acto político. Para mí lo fue. Fue habitar y situarme en la historia, en el dolor. Pero esa dimensión se ve ahora contaminada por la lógica del espectáculo y el consumo. Las redes sociales multiplican selfies frente a cámaras de gas, sonrisas en lugares donde se exterminó a miles de personas, rostros con morritos ante un decorado de miles de sepulturas, poses alegres sobre ruinas humeantes. El dolor se convierte en fondo de pantalla, en "chulada" compartible, en trivial emoción para provocar el me gusta. La industria turística ha sabido explotar esa moda. Así el horror se reduce a escenografía, a experiencia generadora de "nuevas" emociones. Y el dolor se privatiza, se convierte en una experiencia que se compra y se consume, perdiendo toda su potencia ética y convirtiéndose en simple entretenimiento. La autenticidad se erosiona cuando el dolor se masifica, cuando las lágrimas se mezclan con las colas de entradas, las audioguías y las cafeterías de los memoriales. Visitar los lugares del dolor debería ser un acto de resistencia contra el olvido, no una postal para sumar al archivo del viaje ¡Qué pena!
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