En su aconsejable libro "Si esto es un hombre", Primo Levi menciona el caso de un presidiario en Auschwitz que, pese al terror cotidiano del campo de concentración, casi se podía decir que era feliz. Dentro de la pesadilla, aquel hombrecillo pequeño, feo y contrahecho, defenestrado para la vida social, sabía sobrevivir mejor que nadie, y eso daba sentido a su vida, lo situaba por encima de los demás en su misma situación y le proporcionaba una senda clara. Eso le llevó a simpatizar con sus verdugos nazis que, sin querer, habían dado un sentido a su vida. He considerado siempre héroes a los supervivientes de Auschwitz. Pero hay algo que me inquieta. Si sobrevives al infierno, la sabiduría emocional es un premio merecido, una sabiduría que preferirías haberte ahorrado, claro, pero sabiduría en mayúsculas. De hecho, algunos supervivientes de Auschwitz alcanzaron tal grado de sabiduría que terminaron suicidándose. No en el Campo -donde sólo podían pensar y actuar para sobrevivir-, sino cuando tomaron conciencia de que quienes -como ellos- habían logrado salir vivos no siempre fueron los más nobles, ni los más humanos, ni los más honestos. A esos se los había tragado el nazismo. Las reglas del campo de concentración eran tan perversas que castigaban cualquier virtud humana. Así, la trampa, la maquinación, el egoísmo se volvían necesarios para aguantar un día más, una hora más, un minuto más. Había que robarle las botas a aquel, la comida a este otro, delatar al compañero. Tú te salvabas, pero ellos morían. El superviviente arrastraba una losa: la culpa. Esto me inquieta mucho porque me puede llevar a destruir a un héroe, a otro más. Por eso me refugio en la idea de que quién soy yo para juzgar las acciones de los que, en el infierno, jugaban cada día una partida con el horror y la muerte.
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