Dijo Chantal Maillard, premio nacional de poesía y filósofa: "Escribo para que el agua envenenada pueda beberse”. Pero, cada vez más, me pregunto si puede de verdad la escritura limpiar lo emponzoñado, depurar el mal. Poner sobre lo atroz el foco de la lengua nunca es suficiente. El decir no transforma aquello que ilumina. No modifica la realidad material. El decir de cada uno, eso aislado y pequeño que sale de las bocas o las teclas, por más que nuestra voluntad sea otra, no va a cambiar el mundo. El único modo de amplificar una voz lo suficiente para que pueda ser escuchada es sumarla a otras voces, diluirla en un coro. Sin embargo, algunos escribimos (si a esto que yo hago se le puede llamar escribir). Quizá lo hagamos bajo el disfraz de la salvación o el compromiso, pretendiendo a menudo que eso nos exima de nuestra propia ruina moral. Al menos, que nos distancie de quienes no están diciendo nada. O como un escudo que consiga apartar los golpes con que nos sacude la realidad. Visto así, a veces pienso que empecé a escribir para dar respuesta a las preguntas que me trituran y me tajan el cuerpo; para darle a la mente suelo y tiempo; para desviar el filo de la realidad de mi carne. Pero ¿qué pasa con los cuerpos de los otros, con los cuerpos que están siendo sajados por ese mismo filo sin poderlo esquivar? Me planteo estas cosas al tiempo que me propongo escribir sobre Palestina, otra vez. Maniobro con mis contradicciones, sospecho de mi propia intención. Vivo doblado sobre mí. Me encojo para intentar librarme de la culpa. Rememoro todo el tiempo imágenes terribles, como si sobreexponerme al horror lo pudiera evitar. Trato de convencerme de que en esta militancia de andar por casa el monstruo decrece. Pero sé que no es verdad. Y a pesar de lo inútil, persisto en el gesto, aunque sé que se vuelve aspaviento en la insistencia y que, por mucho que persevere, no logro ni aliviar su inutilidad porque lo único que no admite duda es que el mal sigue creciendo.
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