No creo en la suerte vinculada con la superstición, cuando se le atribuyen eventos a fuerzas sobrenaturales o a la casualidad "merecida". Pero si creo en otra suerte más decisiva: la de encontrar amigos -sin género- que te acompañan, te escuchan o te curan heridas que ellos no te han hecho con solo un abrazo. Son esos que te ven llorar y se quedan. Los que te sacan una sonrisa con sólo aparecer en tu cabeza. Los que jamás olvidamos por muy lejos que estén en el espacio y el tiempo. Son personas a las que admiras simplemente por ser. Celebras sus logros como si fueran tuyos. Les confías todo porque sabes que nunca te van a fallar. Y sabes, también, que son tan buenas personas que su presencia hace del mundo un lugar menos hostil, un poco más justo, infinitamente mejor. Aunque sea un tópico son la familia elegida, hecha de confidencias, de fidelidad sin contrato, de risas que atraviesan cansancios, de manos que sostienen sin condiciones. La amistad, la que no espera recibir nada a cambio, no se mide en horas compartidas ni en la obligación de estar siempre presentes. Se mide en la tranquilidad de saber que incluso el silencio no rompe nada, en la certeza de que no me fallarán porque yo tampoco lo haré. Ese pacto invisible, no escrito, pesa más que muchos lazos de sangre. En un mundo que premia la superficialidad y donde los vínculos muchas veces se consumen tan rápido como un mensaje de Whatsapp, la amistad real es un acto de resistencia, la certeza de que la vida no se vuelve más fácil con ella, pero sí infinitamente más digna de ser contada. No creo en la suerte, porque la suerte no es azar puro, es vínculo, cuidado, lealtad que se ofrece sin pedir nada a cambio.
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