Aún no ha amanecido. Una brisa ligera sopla desde el Nilo. El viento arrastra un leve tufo a agua estancada y pobreza antigua. No sé exactamente dónde estoy pero todo huele a su suburbio. Sólo hombres y niños pueblan la calle a estas horas. Son parte de un decorado. Permanecen quietos o deambulan pero todos tienen esa mirada perdida de la desesperanza. Los niños no juegan, no son niños. Parecen aburridos, taciturnos. A la espera de una oportunidad que saben que nunca llegará. Ya saben lo que el futuro les depara: trabajar 18 horas diarias por un salario miserable con el que apenas podrán alimentar a sus familias; remendar la pobreza para permitirse el único lujo que esta sociedad les permite: subsistir. El capital se ha adueñado de casi la totalidad de cada una de sus vidas. Con el único objetivo de que sigan produciendo para que otros consumamos. El resultado es la unión, eslabón por eslabón, de la sólida cadena del esclavismo en torno a sus tobillos. Viven en una tierra sin oportunidades donde el sol, que otrora fuera un dios, luce ahora sin brillo cumpliendo un horario laboral, iluminando el escenario donde los hijos de su tierra serán precarizados y explotados para el beneficio ajeno. Los barrios del viejo Cairo huelen a resignación, a amargura y sueños incumplidos. Aquí no se conjuga el futuro, porque las historias inspiradoras vienen de sitios lejanos, son excepcionales dentro de un sistema que condena a la bancarrota económica, y lo que es peor, a la moral, a la mayoría de esta gente. Un anciano se para y agarra con fuerza su mugriento bastón. Su mirada, que es un océano de tristeza, se dirige al fondo de la estrecha callejuela, cubierta por sombras perpetuas. Desesperado, busca una rendija de luz con que mirar a su nieto adolescente. Este, mientras, intenta afrontar las durezas y fealdades existenciales de las que no le hablaron en una niñez. No puede. Los ojos de su abuelo, carcomidos por la vida, lloran.
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