¿Quién, que sea buena persona, puede defender o justificar un genocidio planificado? ¿Cómo se justifica la muerte de más de 63.000 personas, la mitad mujeres y niños, como si fueran daños colaterales de una destrucción que ya no tiene rostros ni límites? ¿Qué conciencia puede dormir tranquila mientras se bombardean hospitales, escuelas, refugios y gente que solo busca alimentarse con una cucharada de trigo mezclada con tierra? ¿Qué ética tiene quien no se rebela ante el asesinato intencionado de médicos, periodistas, activistas de derechos humanos...? ¿Qué clase de persona anida en quien no se avergüenza, al menos, de lo que se está perpetrando? ¿Dónde quedó la compasión, la ética, el mínimo temblor ante el sufrimiento ajeno? ¿En qué momento nos volvimos espectadores indiferentes de una matanza televisada? ¿Qué más tiene que ocurrir para que se remuevan las conciencias de algunos? ¿Cuántos cuerpos más tienen que aparecer bajo los escombros para que los miserables abandonen su ceguera ideológica? ¿Cuántos niños y niñas tienen que morir de hambre antes de que la comunidad internacional diga basta? ¿Qué nos queda como sociedad si no somos capaces de llorar por Gaza ¿Dónde está nuestra humanidad si no sentimos que cada niño asesinado nos arranca un pedazo del alma ¿Dónde está nuestra voz si no gritamos por quienes ya no pueden hacerlo? ¿Cómo va a ser la vida que nos espera si aceptamos que nos rodee la muerte ¿Podemos seguir hablando de futuro mientras Gaza se convierte en un cementerio sin lápidas? Siento que, tras la desesperación, el dolor, la náusea y la pérdida de fé en la naturaleza humana a muchos sólo nos quedan preguntas.
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