Este fin de semana la lluvia ha tenido a bien bajar a Córdoba. No lo ha hecho rugiendo, desplomándose. No, ¡que va! Lo ha hecho descolgándose como un velo vaporoso, como un soplo tierno que se entrevera en el cabello y los geranios. Ha llegado como un heraldo que anuncia la entrada de un otoño que inaugura el festival Cosmopoética en el mismo enclave cuya mezquita ardió este verano y ahora parece querer resplandecer bajo la pátina húmeda de la poesía. No en vano la poesía es como el agua: podrán intentar silenciar su voz, pero ella se cuela por las rendijas, penetra la tierra reseca hacia los acuíferos y causa goteras imposibles de suturar. Poetas caribeños, inmigrados a EE.UU., han contado las dificultades de crear arte, belleza y discurso en la patria del “innombrable”. En este mundo prosaico se está abriendo una grieta. Simbólica y literal. Hay una grieta enmarcando nuestros cuerpos y atemorizando nuestras mentes. Tal vez por eso llegamos tarde a detener descalabros humanitarios, pero el ejemplo de la hendidura quizá nos sirva de inspiración. Sólo hay que recordar que por los entresijos de los destrozos se filtra el agua, y puede ocurrir que gracias a ello una flor sea capaz de abrir el asfalto. Y que por esa breve grieta corra el agua y la ensanche, invitando a que otras flores subterráneas cosan la tierra a puntadas de palabras creando filigranas para que no arrastre su materia fértil ningún vendaval. Esto me consuela cuando pienso que al escribir me dedico a una magia obsoleta y asediada por las pantallas; o cuando temo que las historias del futuro las contará una inteligencia artificial poseída por malignos propósitos. Cuando acabe Cosmopoética y los autores persigan con sus ojos el corazón de la rutina, quizá en Córdoba perdurará la memoria de un verso depositado en cualquier piedra de su patrimonio. O, mejor, en las cabecitas de la gente.
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