A veces, pocas, sucede algo que nos devuelve una pequeña porción de esperanza. Es un suave soplo de brisa que nos hace pensar que las cosas pueden cambiar. A mejor. Son detalles útiles para recuperar la ilusión y para hacernos conscientes de que, si nos empeñamos y luchamos, hay alternativa a la deriva negativa que nos conduce al grave deterioro y, muy posiblemente, la destrucción de la Tierra que conocemos. Hasta que llegó Donald Trump y guillotinó de un tajo la esperanza. Todas las esperanzas. Un patán, grosero y endiosado, un delincuente condenado, un ignorante empoderado y orgulloso de serlo. Porque sólo sabe de egos y millones, de su hotel Tower Trump, su Mar O Lago, sus negocios inmobiliarios, de actrices porno y soltar disparates de matón de clase. Tantos y tan monstruosos, que, al oírle, cualquiera con dos dedos de frente se siente abochornado, avergonzado incluso de pertenecer a la especie humana. ¡Qué pena todos los que le votaron, todos los que les ríen las gracias, todos los que simpatizan con sus necedades y bravuconadas, todos los que le tienen como referencia, pues son sus cómplices y corresponsables de esta locura! Aunque ya no estoy seguro que la historia les juzgue. A lo peor porque ya no habrá historia, quizás ni presente habrá. Por eso es un error cargar las tintas exclusivamente contra este incalificable personaje, en el fondo un instrumento útil. Pero como él hay muchos. En su gobierno; en otros gobiernos; esperando gobernar. Son encumbrados por gente que pasa por ser gente normal. Gente con un trabajo normal, gente con una familia normal, gente con costumbres normales. Y ese es el problema, que hemos normalizado lo aberrante. Los votantes de estos energúmenos que nos llevan al desastre son el símbolo de una sociedad decadente, como aquella de la caída de tantos imperios, de tantos regímenes. Símbolo de una civilización que se precipita al abismo.
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