Nadie, nadie está preparado para perder a alguien a quien ama. Hay pérdidas que parten el tiempo en dos: lo que era antes y lo que viene después. Cuando se tienen algunas pérdidas, irremediablemente, comienza otra vida. Una donde él o ella ya no están. Una donde todo lo que teníais en común sigue ahí, pero sin ellos dentro. Todo lo suyo sigue ahí, intacto, como si pudiera volver en cualquier momento. Aunque no podamos abrazarlos, ni apoyarnos en su pecho lleno de latido y vida. Hay pérdidas que nos rodean de un silencio nuevo. No es el silencio de una casa vacía, sino el silencio interno de quien ya no sabe qué decir. Ese silencio es un hueco en el pecho, un dolor que te gustaría gritar sin parar, pero intuyes que no debes dar morbo a ese dolor gritando, llorando y deseando desaparecer. Pero el cuerpo guarda memoria. Y el dolor no desaparece porque se niegue. Así que te duele en lo pequeño, en los recuerdos más sencillos. Esos recuerdos permanecen pero el dolor, sin irse, empieza a dejar espacio. Las lágrimas llegan menos y los recuerdos empiezan a doler distinto. Incluso sonríes al recordarlos. Entonces entiendes lo que escribió Joan Didion en "El año del pensamiento mágico": “Si hemos de continuar viviendo, llega un momento en que debemos abandonar a los muertos, dejarlos marchar, mantenerlos muertos.” No se trataba de olvidar, ni de reemplazar. Se trataba de aceptar que hay algo que ya no está, y que por amor a la vida, tienes que soltarlo. Soltar no como quien renuncia, sino como quien deja que el otro descanse. Nada será igual. No puede serlo. Será distinto. Otro horizonte. Otras palabras. Otro ritmo. Pero algunos recuerdos serán más intensos. El tiempo no borra a quien se va. Solo acomoda su ausencia hasta que deja de doler como cuchillo, y empieza a doler como canción. Una canción que sigue sonando cuando menos te lo esperas.
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