jueves, 30 de octubre de 2025

Promoción 29 octubre

¡Qué tiempos aquellos! ¡Qué buenos recuerdos! Soy de los que creo que cualquier tiempo pasado fue, simplemente, "anterior". Posiblemente ni mejor, ni mucho peor que el actual. Seguro que lleno de matices y filtros. Lo que pasa es que nuestra mente dulcifica el pasado, idealiza y exalta los recuerdos agradables y difumina o borra los que nos incomodan. Lo que pasa es que quizá añoramos el edén perdido, ese que se ubica en los territorios de nuestra niñez y juventud. Nostalgia, creo que se le llama a eso. Un constructo mental, en definitiva. Y, aún sabiéndolo, mis pequeños tesoros siguen siendo mi madre y mi abuela (las mujeres, siempre mujeres dedicando su tiempo a otros) cosiendo juntas; son las altas malas hierbas que nos servían para jugar al escondite; son las noches tomando el fresco con los vecinos que los niños aprovechábamos para jugar hasta altas horas; son los baños clandestinos en una alberca infestada de sanguijuelas; son los días que nos subíamos a una "parilla" sólo por el gusto de saber qué había al otro lado; son las meriendas de pan con chocolate; son el recuerdo de mi primera caída de la bicicleta tras tirarme por una cuesta. Justo después de la advertencia contraria de mi madre. Justo antes de su frase "cuando venga tu padre te vas a enterar"; son los atrevimientos casi suicidas de la infancia; son los raspones y pantalones rotos, los arañazos en rodillas, codos y palma de las manos que lucíamos como medallas al valor. Son los olores: a ropa limpia, al pelo de las niñas, a la hierba fresca, a la enea húmeda de la silla del cine de verano... Y, es curioso, los recuerdos tristes se vuelven opacos. Como los rostros de esos vecinos, de esos amigos de la infancia, que desaparecían de la noche a la mañana porque -te decían- se habían ido a Barcelona, o a Francia, o a Bélgica, sin que tú supieras a ciencia cierta sí eso estaba más cerca o más lejos de esa luna que poco antes habías visto pisar por vez primera. Había muchas cosas que no sabías, pero no tenías tiempo de preguntar porque Pedrito te llamaba a voces desde la calle para salir a jugar. Y sólo después, mucho después, entendí hasta el silencio de los mayores o las lágrimas de mi abuela cuando una conversación, siempre la misma, se interrumpía. Sólo años después comprendí que esos silencios eran protectores y supuraban miedo. Pero entonces tu vida ya había pasado a la siguiente ventana. Esa que sigue abierta para los que nos gusta mirar hacia atrás y hacer memoria y nos sirve, a veces, para dejar de mirar a un futuro que nos produce vértigo.

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