Últimamente termino cada semana con esa sensación de superar una etapa más del fin desagradable de algo, con esa sensación de deterioro que provoca náuseas pero que no sabemos cómo detener. El panorama político, reflejado en el hediondo vertedero mediático que nos rodea, nos ofrece a diario un espectáculo lamentable, un cuadro esperpéntico. A diario, aquellos que deberían honrarlas -aunque sólo sea porque viven de ellas- pisotean la dignidad de las instituciones, convertidas en herramienta de oposición violenta y no en foros de debate sereno. Han terminado siendo cajas de resonancia de los que creen que la política es un oficio de hooligans, de maleducados, de mentirosos, de tramposos. En ellas vemos a líderes sedientos de cargos, a secundarios expertos en agradar al jefe y leer la bazofia que otros les escriben, a desconocidos actuando de meritorios con muchas ganas de ascender. Y todos tratan de agradar para medrar, demostrándonos que les sobra testosterona y mala baba y les falta honestidad y sentido del ridículo. Y así, día a día, maltratan y ensucian "nuestras" instituciones. En el funeral de Estado por las víctimas de la Dana, Virginia Ortiz, una mujer joven, recuperó el discurso político sereno. Dijo que "quien omite su deber es quien comete el acto primigenio que deriva en las muertes”. Y subrayó: "No debemos dejar el rumbo de la sociedad en manos de los que nos alejen del concepto pleno de paz". La dignidad de la democracia encontró refugio en esta mujer. Mientras quede un ciudadano que llame a las puertas de la conciencia pública empleando la herramienta de la palabra contenida y tranquila, existirá la esperanza de que las instituciones se sacudan el barro y puedan volver a presentarse como lo que son: la arquitectura de la inteligencia frente al odio y la barbarie.
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