Uno intenta, a veces, regresar a la niñez para comprender todo mejor. Allí fui un niño retraído. Mis ojos observaban desde fuera la vida de los otros, que terminaba anudándose en mi garganta. La timidez perpetua del ánimo me destinó a desarrollar la imaginación. La que me falta hoy para ver lo que está por venir. Y ahí estamos, mirando al horizonte, que, por momentos, se ve como un mar oscuro, temido y obstinado. Ola a ola moja el alma, el ánimo, la piel. El cuerpo se sumerge en su inmensidad, inerte y olvidado. Las infinitas maneras pensadas para sobrevivir parecen ahogarse todas juntas. El rumor secreto del agua se desarma y su abismo reprime el único acorde conocido: tic, tac, tic, tac, tic, tac. Una extraña corriente hace converger las dos caras contrapuestas: la vida y la muerte. La oscuridad. La nada. El silencio incoloro. Una insignificante porción de aire que aún habita por dentro deja un cordel de burbujas como guía. Son la posibilidad de elegir. El oxígeno que devuelve la movilidad de los párpados para abrir los ojos, mover el cuerpo, impulsar los brazos. Y una vez más, se deshace el ritual y se recupera el ritmo para transitar el camino. Siempre hacia adelante. Pero tras la bocanada de aire que me trae de regreso, queda todo ese mar celeste de tristeza.
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