Nos hemos convertido en expertos liquidadores de la naturaleza, de la belleza, de la vida. Somos feroces depredadores de nuestro propio futuro y sólo parece que nos decidimos a proteger aquello sobre lo que podemos implementar un beneficio económico. La misma razón que nos lleva a alterar y destruir todo lo demás. La ciudad no es sólo el opuesto a lo natural, es su principal agente destructor. Lo vemos bien cuando en tren o en coche nos acercamos a una ciudad y atravesamos ese espacio desordenado y caótico como un trastero desordenado que es su área periurbana. Es el patio trasero donde vamos "dejando" todas aquellas cosas que resultan molestas en la ciudad. Me causa pesadumbre atravesar esos lugares, antaño zonas de campo, que hoy son secarrales repelentes a los sentidos. Mirarlos es ubicarse en medio de una nada apresada entre carreteras y nudos de autovías. Son zonas inhóspitas, sólo habitadas por una rala vegetación huérfana de contexto, roedores, insectos y algunos pájaros despistados. A menudo camino entre olivares. Hace sólo 30 o 40 años, el olivar era un "bosque" humanizado, un lugar donde campeaban las perdices y cantaba el mochuelo al caer la tarde. Hoy el olivar tradicional, el de secano, agoniza por la degradación y erosión del suelo, la reducción de las lluvias que provoca estrés hídrico y plagas que se ven agravadas por el cambio climático. Esos olivares donde tantas especies encontraban refugio, desaparecen, dando paso al olivar de regadío intensivo, adocenado, donde los olivos son como los tomates de supermercado, tan perfectos como insípidos. Donde ya tan sólo queda espacio para olivos y aceitunas, en una actividad mecánica e industrializada. Donde el aumento del beneficio se hace a costa de la pérdida de un elevado número de aves comunes, de millones de toneladas de suelo fértil, del saqueo de los freáticos y la contaminación puntual en ciertos lugares del agua y del suelo. El resultado es el silencio del olivar.
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